Hace un año, en la tierra de las oportunidades, Rafa Nadal hizo posible lo imposible. Con todo en su contra, salvo su orgullo y su hambre, conquistó las américas. Aquí selló de un mordisco su último triunfo en un grande. Un año después, Nadal regresa al torneo más eléctrico del circuito, y no solo por el color. Aquí solo ganan los mejores. Y hoy, la alfombra azul de Flushing Meadows se despliega para él.
Hace un año, Nadal se tiró al suelo para certificar su gloria cuando la pelota de su rival salió por el lateral. Las manos en la cara, cubriendo quizá las lágrimas. Alzando los brazos y clavando la rodilla en la tierra conquistada. En la grada, un Toni Nadal levantado de la silla, intentando durante todo el partido elevar a su sobrino hacia la cima del éxito. No existían el uno sin el otro. Sobrino y tío, el tándem que había llevado el nombre de España por todos los rincones del mundo y que lograba triunfar en todos los continentes, en todo el planeta tenis. Fue la última vez que Rafa Nadal venció a Novak Djokovic.
Hoy, a pesar de todas las finales alcanzadas, parecen pesar más las 10 derrotas que acumula en el año. No se ven las 53 victorias, sino que Nadal no había llegado al US Open con tantos partidos perdidos en sus piernas desde 2007. Y parece que todo ha cambiado. Aunque el escenario y los protagonistas que se han dado cita en Flushing Meadows sean los mismos.
Un año da para mucho. Entre otras cosas, crecer. «Ya no soy un niño», dice Nadal. Comienza a pesar la total dependencia que le unía a su tío. ¿Quiere volar solo? De ninguna manera. Solo quiere decidir más y es consciente de que si el trato y las tácticas de entrenamiento que utiliza con él llegaran de cualquier otra persona ajena a la familia, no se lo hubiera consentido. «Antes todo lo que decía lo cumplía sin rechistar, ahora puedo argumentar y el sabe que tengo 25 años». No, ya no es aquel muchacho que llegaba de los entrenamientos entre lágrimas y que recibía el mote de «niñito de mamá» o «jugador de cuarta» cuando no golpeaba bien. Es el tenista de los 10 Grand Slams que, en el último año en que la hegemonía del tenis ha cambiado, dice que sigue el mismo objetivo que siempre: «Ser mejor tenista que antes». Pero ahora, ese mejor tenista tiene nombre serbio.
Hace un año, nadie se fijó en que el rival de Nadal en el último partido era un Novak Djokovic que nadie tomaba demasiado en serio. Ni él. Lleno de orgullo todavía adolescente, el serbio arrebató un set al español, pero ahí se quedó. Con gestos de sorpresa cuando lograba arrebatarle un punto. Con pataletas de niño pequeño cuando los perdía. Con la proeza a las puertas porque otro había sido llamado antes que él para abrirlas. Ahora es Djokovic quien empuja fuerte y, al revés que Nadal, él tiene todo a su favor. Su año, su confianza y su tenis.
Es, por mucho que intente quitarse presión, el gran reto de Nadal. Interno, que viene de uno externo, porque tiene por delante la difícil labor de recuperar la confianza perdida en las cinco finales arrebatadas por el serbio. Desde fuera se ve muy claro. «Djokovic es el único que puede meter presión a Nadal. Es con el único con el que le he visto frustrado», asegura un experto en la materia como Pete Sampras. Es la asignatura pendiente que va pesando sobre sus piernas. En septiembre llegan las recuperaciones, pero hay que estudiar para aprobar.
Y tan concentrado ha estado Nadal en vencer a Djokovic que se olvidó de que el camino de un torneo es largo, con baches, obstáculos y rivales que también tienen su tenis, y su honor. Antes de Djokovic hay un mundo, con Dodig y Fish en él, que parece invisible a los ojos del niño que ya se ha hecho mayor. La situación, nueva y desafiante, ha torcido la sonrisa y ha nublado la vista de los títulos.
Casi septiembre, Estados Unidos, y el último examen comienza hoy.